El Diablo cristiano

Y así llegamos a la figura del diablo en los orígenes mismos del cristianismo, en sus primeros documentos: el Nuevo Testamento. En líneas generales debemos afirmar que la “demonología” –creencia en los demonios- del cuerpo de textos en los que se basa el cristianismo se deriva fundamentalmente del judaísmo apocalíptico de los siglos anteriores, de ciertas tradiciones que habían ido acumulando los fariseos y de diversas ideas de los griegos, pero todas ellas tamizadas por el filtro del propio judaísmo.

El grupo de escritos primitivos cristianos da por supuesta la existencia del Diablo y prácticamente no se plantea ninguna de las cuestiones en torno a su origen y procedencia. El Nuevo Testamento tiene muchas maneras de denominar al Diablo que son reflejos de creencias pasadas. Lo llama Satanás (término predilecto de Pablo que no usa Diablo: Beelzebul (en un par de ocasiones); Belial (sólo en 2 Corintios 6,15: texto no genuinamente paulino, sino probablemente insertado en la carta por un discípulo esenio convertido), enemigo, tentador, maligno, príncipe (Evangelio de Juan 12,31; 14,30; 16,11) y dios de este mundo (2 Corintios 4,4); espíritu inmundo o simplemente espíritu o ángel.

La concepción neotestamentaria del Diablo se halla determinada por la oposición absoluta Dios Satán, o, si se quiere, entre el mediador del Reino de Dios, Jesús, y Satán. En verdad no son muchos los textos en los Evangelios que hablan claramente de esta oposición; en realidad sólo dos, pero sí fundamentales: la historia de la tentación en el desierto (Evangelio de Mateo 4,1 11 y paralelos) y la disputa con los fariseos sobre qué poder tiene Jesús para expulsar a los demonios (Evangelio de Marcos 3,22 y par.). Jesús es el único que puede con el Diablo, el que pone fin a su reino. Según el cuarto evangelista (12,31), por la venida y obra del Nazareno el príncipe de este mundo será arrojado fuera, y según Lucas (10,18), Jesús tuvo una visión en la que contemplaba a Satanás que caía del cielo, destronado, como un rayo, cuando sus discípulos pregonaban la venida del Reino de Dios.

Imagen global del Diablo en el Nuevo Testamento

El escenario completo de esta pelea se imagina más o menos así en el Nuevo Testamento considerándolo en conjunto y mezclando las concepciones de los diversos autores de las obras en él contenidas: Dios creó en el principio un mundo esencialmente bueno, pero que es estropeado por la rebelión angélica y sus consecuencias; muy cerca del comienzo del mundo, inmediatamente tras la creación de Adán, Miguel derrota a Satanás y sus huestes y los arroja del cielo. Entonces tiene lugar la seducción del paraíso (Génesis 3) producida por Satán como venganza. El pecado inducido por el Diablo trae como resultado la muerte, las enfermedades y toda suerte de desgracias. 

Otros diablos son también ángeles caídos, pero justamente por haberse enamorado de las hijas de los hombres. Este suceso ocurre mucho después de la creación de Adán. Tales ángeles son igualmente expulsados del cielo, son arrojados al mundo subterráneo, pero de algún modo salen de él para dañar a los humanos. Son éstos y los otros demonios, más el único jefe de ambos grupos (no se explica cómo se alza con el mando supremo), los causantes de todos los males. Por la continua actividad de Satán y sus secuaces el mundo ha caído de hecho en las redes del pecado. No hay manera de escaparse de esta esclavitud. 

El mal no procede de hecho directamente de Dios  aunque lo consiente-, sino del Diablo y del mal uso del libre albedrío por parte de los hombres que siguen sus malas inclinaciones y las sugestiones perversas de Satanás. La situación de los hombres es desesperada, abocada a una condenación eterna hasta que llega la plenitud de los tiempos y aparece Jesús anunciando la inmediata venida del Reino de Dios. La misión de Jesús está abocada a contrarrestar toda la obra del Diablo, por lo que éste se opone con todas sus fuerzas. Pero Jesús demuestra ser mucho más poderoso, y por su predicación, curaciones y exorcismos comienza el Demonio a ser derrotado. Pero no del todo; ni mucho menos. 

Esta lucha se prolongará por largo tiempo, pero al final de los siglos el Demonio será totalmente derrotado y condenado al fuego eterno. No queda claro si este final del tiempo es algo absoluto y ocurre una vez tan sólo (teoría común en el Nuevo Testamento), o si antes del Juicio definitivo hay una segunda venida de Cristo en la que éste derrota a Satán y lo encadena durante mil años (Apocalipsis de Juan). 

En esta segunda concepción –que fue declarada herética en los siglos posteriores, a pesar de ser defendida por el autor del Apocalipsis- durante este tiempo vivirán los justos en la tierra felicísimamente. Pasados estos años, quedará suelto el Diablo, pero se producirá su segunda y definitiva derrota, el Juicio definitivo y la liquidación absoluta del mal sobre el universo. En las profundidades de la tierra, el infierno, vivirá por siempre el Diablo y no tendrá ya más poder que el que ejercerá contra los malvados humanos, condenados al igual que él a tormentos sin fin.

Entonces vendrá el paraíso definitivo, donde reinarán Jesucristo y su Padre, y donde el Demonio no tendrá papel ninguno, por lo que los justos serán perpetuamente dichosos.

Seguiremos, en lo poco que queda ya de esta serie, tratando más en concreto las actuaciones del Diablo según los primeros cristianos.

Saludos cordiales, de Antonio Piñero.

Satán y Lucifer

En este “post” veremos cómo esta figura de Satán, más o menos inocua en cuanto que no es perversa por naturaleza sufre un cambio… y a peor: Satán se presenta como auténticamente malvado. Pero en la Biblia no encontramos textos que nos indiquen con claridad los pasos de esta mutación

Sólo en dos textos del Antiguo Testamento y bastante tardíos, del siglo IV a.C., el Libro I de las Crónicas 21,1, y en el Eclesiástico 21,27 (del siglo III a.C.), "Satán" pasa a ser sinónimo de instigador del pecado o causante de una tentación, es decir "tentador" de verdad. 

El primero dice así: "Se alzó Satán contra Israel e incitó a David a hacer el censo del pueblo…" Luego, por la continuación del texto averiguamos que hacer el censo va contra la voluntad de Dios, es, por tanto, un pecado.

En el segundo leemos: "Cuando el impío maldice a Satán, a su propia alma maldice". 

En estos pasajes dos pasajes se alude claramente a una fuerza malvada, pero no queda nada claro si este tentador ejecuta órdenes de Dios, o si más bien actúa por su propia cuenta como adversario y antagonista o adversario autónomo de la divinidad. Lo más probable es la primera hipótesis, pero el lector se queda con la idea de que además de Dios –ya sea a sus órdenes o un poco a sus espaldas- existe en el universo un poder malvado. 

Como vemos, el Satán o Satanás de estos primeros momentos –tal como se refleja en estratos muy antiguos del Antiguo Testamento- nada o poco tiene que ver con el Diablo tal como nos lo imaginamos hoy, ni con ángeles caídos, ni con los demonios llamémosles “corrientes”, ni nada por el estilo. Satán es un ángel, un espíritu de la corte celestial, a las órdenes de Yahvé, encargado de ciertas desagradables tareas. No es el Príncipe del Mal, ni tampoco el origen del mal, que  como todo lo creado  procede también de Yahvé.

Por otro lado, sin embargo, el lector del Antiguo Testamento siente que este texto va presentando a sus ojos en diversas narraciones –incluidas algunas en la aparece Satán- un cierto poder siniestro, un genio maléfico y envidioso, que se encarga de hacer el mayor daño posible al ser humano. Así ocurre, por ejemplo, en los primeros capítulos de la Biblia con el conocido relato de la caída de Adán y Eva (Génesis 3). Encarnado en la serpiente, interviene de modo decisivo y negativo un genio maligno y seductor al no se llama Satán ni Diablo. Este malvado poder engaña a Eva y a Adán; hace que desobedezcan al Creador y rompan las buenas relaciones con él; logra que sean arrojados del paraíso y que comience para todos los descendientes de esa pareja una vida que es más “valle de lágrimas” que edén o paraíso. 

En el relato del libro de Job que citamos en el “post” pasado, el denominado Satán, el fiscal de Dios, aparece –para el lector apresurado- como una figura harto desagradable que trae desgracias y enfermedades al sufrido Job. Aunque todo lo hace tanteando a Job, en realidad lo está instigando a maldecir y separarse de Dios. 

En Zacarías 3,1 encuentra también el lector un pasaje en el que se contrapone el "ángel de Yahvé" a Satán con tonos negativos para éste. El primero defiende al sumo sacerdote Josué de las inculpaciones siniestras del segundo, tanto que el ángel le llega a decir: "¡Conténgate Yahvé, oh Satán, conténgate Yahvé, que ha escogido a Jerusalén!". 

Este pasaje tardío –Zacarías es uno de los profetas de después del destierro a Babilonia- supone una precisión y desarrollo en las concepciones del Antiguo Testamento sobre Satán. Aunque el texto hebreo presenta el artículo determinado antes de Satán, con lo que se indica que el vocablo es más bien -¡todavía!- un nombre común que propio (“el satán”), el lector obtiene del pasaje la sensación de que esta palabra connota un ser con una fuerte individuación: Satán es un ser sobrenatural y concreto que se opone fieramente no sólo a Yahvé, sino a un ser humano específico, al sumo sacerdote Josué. Comienza, pues, a perfilarse la idea de un adversario malvado, con fuertes rasgos personales.

Por tanto, en estos textos veterotestamentarios que hemos ido citando y en los que aparece el vocablo “satán”, este personaje se halla siempre subordinado a Dios y es su ministro. No es el conocido Diablo. Pero, a la vez, los escritores bíblicos, sobre todo en el Génesis dejan traslucir la existencia en el universo de un antipoder: frente al Dios creador o rector del pueblo existe un anti Dios que se opone a los buenos designios de Aquél. Este antipoder puede fácilmente asociarse con Satán, ya que este personaje ejerce funciones muy desagradables. Y precisamente esto es lo que hará el pueblo hebreo con el correr del tiempo.

Antes de seguir con los detalles de esta evolución, deseo tratar una cuestión de menor importancia, pero no carente de significado para algunos: señalar que en el Antiguo Testamento el apelativo "Lucifer" no aparece nunca como denominación de Satán. Designar a Satán/Demonio de este modo es un invento cristiano, y proviene de una exégesis particular por parte de los Padres de la Iglesia del siguiente pasaje de Isaías (14,12 5):

"¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora! ¡Has sido abatido a tierra, dominador de las naciones! Tú que habías dicho en tu corazón: ‘Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el Monte de la Reunión... subiré a las alturas del nublado, me asemejaré al Altísimo’. ¡Ya! Al sheol (mundo subterráneo) has sido precipitado, a lo más hondo del pozo".

Este bello poema,  de tonalidad fuertemente irónica, fue compuesto por Isaías bien para celebrar la muerte del rey asirio Sargón II, o bien directamente contra la arrogancia, vencida por Yahvé, del monarca babilonio Nabucodonosor. Pero los Padres de la iglesia cristiana relacionaron este texto profético con el conocido pasaje de Lucas (10,18): "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo", frase con la que Jesús expresa su alegría ante el éxito de la misión de los setenta y dos discípulos que había enviado a predicar a la villa de Israel. 

La visión de la caída de Satán significaba para Jesús el fracaso de la oposición del Diablo a la venida del Reino de Dios. Los Padres interpretaron que Isaías había previsto proféticamente lo que luego había contemplado Jesús. De ahí que ese "Lucero, hijo de la Aurora", Lucifer, símbolo en realidad de la grandeza caída de un rey mesopotámico, pasara a ser la denominación del Diablo. 

De esta aventurada interpretación, que nada tiene que ver con el sentido primitivo del texto del profeta Isaías, procede también el que algunos se hayan imaginado a Satán como dotado de una inmensa hermosura, equiparable a la del lucero de la mañana.

Seguiremos. 
Saludos cordiales de Antonio Piñero

El enemigo bíblico

Como podemos deducir de la breve panorámica que hemos esbozado en las “postales” anteriores, los judíos estaban rodeados por religiones que creían en demonios o seres maléficos, aunque aún no habían desarrollado -salvo quizás el caso de Ahrimán en el mundo iranio- la concepción del Diablo tal como la entendemos hoy. Los israelitas participaban también de esas creencias que podemos considerar más o menos comunes, pero a ellos corresponde el honor de haber dado forma a lo largo de los siglos a la figura del Diablo, común hoy en el mundo de influencia cristiana.

Por esta razón, tras haber considerado estos antecedentes y trasfondo, debemos ahora concentrar ahora nuestra atención en las nociones más específicas que la literatura judía anterior al cristianismo -la Biblia y los escritos apócrifos o falsos del Antiguo Testamento- albergaba sobre el Espíritu Maligno y los demonios. Estas nociones serán el antecedente inmediato de las ideas cristianas. El Antiguo Testamento distingue nítidamente entre un presunto Espíritu Malo, llamado Satán, y los demonios propiamente tales, por lo que nos es necesario tratarlos de modo separado.

En primer lugar, en todo el Antiguo Testamento apenas si aparece Satán, o Satanás, y la figura de un espíritu maligno, encarnación del mal, está muy desdibujada. Apenas si llegan a una docena los textos en los que encontramos la palabra "satán". 

Este vocablo en la Biblia hebrea no es, normalmente, un nombre propio, la denominación de algún espíritu particular, sino un nombre común, que significa el "adversario", o el "enemigo", ya sea en el sentido más trivial del término o con un significado jurídico (quizás se halle en este ámbito el origen del vocablo), o político militar. Como tal nombre común, la designación de "satán" puede aplicarse tanto a los hombres como a los espíritus. 

Así ocurre, por ejemplo, en la conocida historia del profeta mago Balaán, contratado por el rey de Moab, Balaq, para maldecir a Israel. Pero, cuando Balaán iba de camino para cumplir este cometido "se encendió la ira de Yahvé y su ángel se interpuso en el camino para estorbarle" (literalmente, haciendo de "satán"): Números 22,22. 

Igualmente, David llama "satán" a uno de sus acompañantes, Abisay, quien indicaba al rey que debía liquidar a Semeí, por haberle maldecido. Pero David le replicó: "¿Qué tengo yo contigo... que te conviertes hoy en adversario (‘satán’) mío?": 2 Samuel 19, 22 23. 

El oponente en el campo de batalla es también un "satán". Así, en 1 Samuel 29,4, los jefes de los filisteos que van a la guerra contra Israel despiden previamente a David (mercenario suyo hasta el momento) con el siguiente argumento: "Que regrese ese hombre y se vuelva al lugar señalado, que no baje con nosotros a la batalla, no sea que se vuelva nuestro adversario (‘satán’) durante la pelea".

En el prólogo del libro de Job la figura de Satán nada tiene que ver con un ser demoníaco y esencialmente perverso, sino que aparece como el fiscal del tribunal celeste. Es, por tanto, un agente divino, encargado de tareas encomendadas por Dios. Su misión es acusar a los hombres ante el trono celestial cuando hacen alguna cosa mala. Este Satán, fiscal o acusador, también puede tener como tarea al servicio de Dios probar a los hombres mediante el dolor o la desgracia, es decir tantear hasta qué grado llega su virtud o su fidelidad a la divinidad. Más que “tentador” en esta función habría que designarlo como “tanteador”. El texto dice así:

“Un día cuando los Hijos de Dios (los ángeles) venían a presentarse ante Yahvé, compareció también entre ellos Satán. Y Yahvé dijo a Satán: ‘¿De dónde vienes?’ Satán respondió a Yahvé: ‘De recorrer la tierra y pasearme por ella’. Y Yahvé dijo a Satán: ‘¿No te has fijado en mi siervo Job’ ¡No hay nadie como él en la tierra! Es un hombre recto y cabal, que teme a Dios y se aparta del mal’. Respondió Satán a Yahvé: ‘¿Es que Job teme a Dios de balde? ¿No has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a todas las posesiones’... Pero extiende tu mano y toca sus bienes; ¡verás si no te maldice a la cara!’ Respondió Yahvé a Satán: ‘Ahí quedan todos sus bienes en tus manos. Cuida sólo de no poner tu mano sobre él’. Y Satán salió de la presencia de Yahvé" (Job 1,6 12).

Inmediatamente Satán se encarga de que Job vaya perdiendo una a una todas sus posesiones. Pero el desdichado se mantiene fiel a Yahvé: no peca, ni profiere ninguna insensatez contra la divinidad. Pasado un cierto tiempo, en un momento en el que, igualmente, los Hijos de Dios venían a rendir cuentas ante Yahvé, aparece entre ellos Satán. Entonces Dios habló así, dirigiéndose al ángel:

"‘¿De dónde vienes?’ Satán respondió a Yahvé: ‘De recorrer la tierra y pasearme por ella’. Y Yahvé dijo a Satán: ‘¿Te has fijado en mi siervo Job?... Aún perservera en su entereza, y sin razón me has incitado contra él para perderle’. Respondió Satán a Yahvé: ‘¡Piel por piel! ¿Todo lo que el hombre posee lo da por su vida! Extiende tu mano y toca sus huesos y su carne, ¡verás si no te maldice a la cara!’ Y Yahvé dijo a Satán: ‘Ahí lo tienes en tus manos; pero respeta su vida’" (2,1 6).

La lectura de este texto capital nos indica que en el momento de su composición (probablemente en el s. V a. C., desde luego después de la vuelta del destierro en Babilonia) Satán no es el Príncipe del Mal, ni tampoco el origen de éste  que se atribuye a Dios , sino un servidor más de la corte celestial. Ciertamente muestra un poco de mala idea, y se encarga de convencer a Dios para que dañe a Job. Yahvé accede un tanto a regañadientes y luego reprocha a Satán el haberle incitado a hacer daño. En este texto, pues, Satán es en todo caso el aspecto relativamente dañino de una divinidad ambivalente, el lado sombrío de ésta, el poder destructivo de Yahvé, que delega en su ángel.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.