Charlie Hebdo: ¿Es el Islam una religión de paz?
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El grupo de escritos primitivos cristianos da por supuesta la existencia del Diablo y prácticamente no se plantea ninguna de las cuestiones en torno a su origen y procedencia. El Nuevo Testamento tiene muchas maneras de denominar al Diablo que son reflejos de creencias pasadas. Lo llama Satanás (término predilecto de Pablo que no usa Diablo: Beelzebul (en un par de ocasiones); Belial (sólo en 2 Corintios 6,15: texto no genuinamente paulino, sino probablemente insertado en la carta por un discípulo esenio convertido), enemigo, tentador, maligno, príncipe (Evangelio de Juan 12,31; 14,30; 16,11) y dios de este mundo (2 Corintios 4,4); espíritu inmundo o simplemente espíritu o ángel.
La concepción neotestamentaria del Diablo se halla determinada por la oposición absoluta Dios Satán, o, si se quiere, entre el mediador del Reino de Dios, Jesús, y Satán. En verdad no son muchos los textos en los Evangelios que hablan claramente de esta oposición; en realidad sólo dos, pero sí fundamentales: la historia de la tentación en el desierto (Evangelio de Mateo 4,1 11 y paralelos) y la disputa con los fariseos sobre qué poder tiene Jesús para expulsar a los demonios (Evangelio de Marcos 3,22 y par.). Jesús es el único que puede con el Diablo, el que pone fin a su reino. Según el cuarto evangelista (12,31), por la venida y obra del Nazareno el príncipe de este mundo será arrojado fuera, y según Lucas (10,18), Jesús tuvo una visión en la que contemplaba a Satanás que caía del cielo, destronado, como un rayo, cuando sus discípulos pregonaban la venida del Reino de Dios.
Imagen global del Diablo en el Nuevo Testamento
El escenario completo de esta pelea se imagina más o menos así en el Nuevo Testamento considerándolo en conjunto y mezclando las concepciones de los diversos autores de las obras en él contenidas: Dios creó en el principio un mundo esencialmente bueno, pero que es estropeado por la rebelión angélica y sus consecuencias; muy cerca del comienzo del mundo, inmediatamente tras la creación de Adán, Miguel derrota a Satanás y sus huestes y los arroja del cielo. Entonces tiene lugar la seducción del paraíso (Génesis 3) producida por Satán como venganza. El pecado inducido por el Diablo trae como resultado la muerte, las enfermedades y toda suerte de desgracias.
Otros diablos son también ángeles caídos, pero justamente por haberse enamorado de las hijas de los hombres. Este suceso ocurre mucho después de la creación de Adán. Tales ángeles son igualmente expulsados del cielo, son arrojados al mundo subterráneo, pero de algún modo salen de él para dañar a los humanos. Son éstos y los otros demonios, más el único jefe de ambos grupos (no se explica cómo se alza con el mando supremo), los causantes de todos los males. Por la continua actividad de Satán y sus secuaces el mundo ha caído de hecho en las redes del pecado. No hay manera de escaparse de esta esclavitud.
El mal no procede de hecho directamente de Dios aunque lo consiente-, sino del Diablo y del mal uso del libre albedrío por parte de los hombres que siguen sus malas inclinaciones y las sugestiones perversas de Satanás. La situación de los hombres es desesperada, abocada a una condenación eterna hasta que llega la plenitud de los tiempos y aparece Jesús anunciando la inmediata venida del Reino de Dios. La misión de Jesús está abocada a contrarrestar toda la obra del Diablo, por lo que éste se opone con todas sus fuerzas. Pero Jesús demuestra ser mucho más poderoso, y por su predicación, curaciones y exorcismos comienza el Demonio a ser derrotado. Pero no del todo; ni mucho menos.
Esta lucha se prolongará por largo tiempo, pero al final de los siglos el Demonio será totalmente derrotado y condenado al fuego eterno. No queda claro si este final del tiempo es algo absoluto y ocurre una vez tan sólo (teoría común en el Nuevo Testamento), o si antes del Juicio definitivo hay una segunda venida de Cristo en la que éste derrota a Satán y lo encadena durante mil años (Apocalipsis de Juan).
En esta segunda concepción –que fue declarada herética en los siglos posteriores, a pesar de ser defendida por el autor del Apocalipsis- durante este tiempo vivirán los justos en la tierra felicísimamente. Pasados estos años, quedará suelto el Diablo, pero se producirá su segunda y definitiva derrota, el Juicio definitivo y la liquidación absoluta del mal sobre el universo. En las profundidades de la tierra, el infierno, vivirá por siempre el Diablo y no tendrá ya más poder que el que ejercerá contra los malvados humanos, condenados al igual que él a tormentos sin fin.
Entonces vendrá el paraíso definitivo, donde reinarán Jesucristo y su Padre, y donde el Demonio no tendrá papel ninguno, por lo que los justos serán perpetuamente dichosos.
Seguiremos, en lo poco que queda ya de esta serie, tratando más en concreto las actuaciones del Diablo según los primeros cristianos.
Saludos cordiales, de Antonio Piñero.
En este “post” veremos cómo esta figura de Satán, más o menos inocua en cuanto que no es perversa por naturaleza sufre un cambio… y a peor: Satán se presenta como auténticamente malvado. Pero en la Biblia no encontramos textos que nos indiquen con claridad los pasos de esta mutación
Sólo en dos textos del Antiguo Testamento y bastante tardíos, del siglo IV a.C., el Libro I de las Crónicas 21,1, y en el Eclesiástico 21,27 (del siglo III a.C.), "Satán" pasa a ser sinónimo de instigador del pecado o causante de una tentación, es decir "tentador" de verdad.
El primero dice así: "Se alzó Satán contra Israel e incitó a David a hacer el censo del pueblo…" Luego, por la continuación del texto averiguamos que hacer el censo va contra la voluntad de Dios, es, por tanto, un pecado.
En el segundo leemos: "Cuando el impío maldice a Satán, a su propia alma maldice".
En estos pasajes dos pasajes se alude claramente a una fuerza malvada, pero no queda nada claro si este tentador ejecuta órdenes de Dios, o si más bien actúa por su propia cuenta como adversario y antagonista o adversario autónomo de la divinidad. Lo más probable es la primera hipótesis, pero el lector se queda con la idea de que además de Dios –ya sea a sus órdenes o un poco a sus espaldas- existe en el universo un poder malvado.
Como vemos, el Satán o Satanás de estos primeros momentos –tal como se refleja en estratos muy antiguos del Antiguo Testamento- nada o poco tiene que ver con el Diablo tal como nos lo imaginamos hoy, ni con ángeles caídos, ni con los demonios llamémosles “corrientes”, ni nada por el estilo. Satán es un ángel, un espíritu de la corte celestial, a las órdenes de Yahvé, encargado de ciertas desagradables tareas. No es el Príncipe del Mal, ni tampoco el origen del mal, que como todo lo creado procede también de Yahvé.
Por otro lado, sin embargo, el lector del Antiguo Testamento siente que este texto va presentando a sus ojos en diversas narraciones –incluidas algunas en la aparece Satán- un cierto poder siniestro, un genio maléfico y envidioso, que se encarga de hacer el mayor daño posible al ser humano. Así ocurre, por ejemplo, en los primeros capítulos de la Biblia con el conocido relato de la caída de Adán y Eva (Génesis 3). Encarnado en la serpiente, interviene de modo decisivo y negativo un genio maligno y seductor al no se llama Satán ni Diablo. Este malvado poder engaña a Eva y a Adán; hace que desobedezcan al Creador y rompan las buenas relaciones con él; logra que sean arrojados del paraíso y que comience para todos los descendientes de esa pareja una vida que es más “valle de lágrimas” que edén o paraíso.
En el relato del libro de Job que citamos en el “post” pasado, el denominado Satán, el fiscal de Dios, aparece –para el lector apresurado- como una figura harto desagradable que trae desgracias y enfermedades al sufrido Job. Aunque todo lo hace tanteando a Job, en realidad lo está instigando a maldecir y separarse de Dios.
En Zacarías 3,1 encuentra también el lector un pasaje en el que se contrapone el "ángel de Yahvé" a Satán con tonos negativos para éste. El primero defiende al sumo sacerdote Josué de las inculpaciones siniestras del segundo, tanto que el ángel le llega a decir: "¡Conténgate Yahvé, oh Satán, conténgate Yahvé, que ha escogido a Jerusalén!".
Este pasaje tardío –Zacarías es uno de los profetas de después del destierro a Babilonia- supone una precisión y desarrollo en las concepciones del Antiguo Testamento sobre Satán. Aunque el texto hebreo presenta el artículo determinado antes de Satán, con lo que se indica que el vocablo es más bien -¡todavía!- un nombre común que propio (“el satán”), el lector obtiene del pasaje la sensación de que esta palabra connota un ser con una fuerte individuación: Satán es un ser sobrenatural y concreto que se opone fieramente no sólo a Yahvé, sino a un ser humano específico, al sumo sacerdote Josué. Comienza, pues, a perfilarse la idea de un adversario malvado, con fuertes rasgos personales.
Por tanto, en estos textos veterotestamentarios que hemos ido citando y en los que aparece el vocablo “satán”, este personaje se halla siempre subordinado a Dios y es su ministro. No es el conocido Diablo. Pero, a la vez, los escritores bíblicos, sobre todo en el Génesis dejan traslucir la existencia en el universo de un antipoder: frente al Dios creador o rector del pueblo existe un anti Dios que se opone a los buenos designios de Aquél. Este antipoder puede fácilmente asociarse con Satán, ya que este personaje ejerce funciones muy desagradables. Y precisamente esto es lo que hará el pueblo hebreo con el correr del tiempo.
Antes de seguir con los detalles de esta evolución, deseo tratar una cuestión de menor importancia, pero no carente de significado para algunos: señalar que en el Antiguo Testamento el apelativo "Lucifer" no aparece nunca como denominación de Satán. Designar a Satán/Demonio de este modo es un invento cristiano, y proviene de una exégesis particular por parte de los Padres de la Iglesia del siguiente pasaje de Isaías (14,12 5):
"¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora! ¡Has sido abatido a tierra, dominador de las naciones! Tú que habías dicho en tu corazón: ‘Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el Monte de la Reunión... subiré a las alturas del nublado, me asemejaré al Altísimo’. ¡Ya! Al sheol (mundo subterráneo) has sido precipitado, a lo más hondo del pozo".
Este bello poema, de tonalidad fuertemente irónica, fue compuesto por Isaías bien para celebrar la muerte del rey asirio Sargón II, o bien directamente contra la arrogancia, vencida por Yahvé, del monarca babilonio Nabucodonosor. Pero los Padres de la iglesia cristiana relacionaron este texto profético con el conocido pasaje de Lucas (10,18): "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo", frase con la que Jesús expresa su alegría ante el éxito de la misión de los setenta y dos discípulos que había enviado a predicar a la villa de Israel.
La visión de la caída de Satán significaba para Jesús el fracaso de la oposición del Diablo a la venida del Reino de Dios. Los Padres interpretaron que Isaías había previsto proféticamente lo que luego había contemplado Jesús. De ahí que ese "Lucero, hijo de la Aurora", Lucifer, símbolo en realidad de la grandeza caída de un rey mesopotámico, pasara a ser la denominación del Diablo.
De esta aventurada interpretación, que nada tiene que ver con el sentido primitivo del texto del profeta Isaías, procede también el que algunos se hayan imaginado a Satán como dotado de una inmensa hermosura, equiparable a la del lucero de la mañana.
Seguiremos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
Como podemos deducir de la breve panorámica que hemos esbozado en las “postales” anteriores, los judíos estaban rodeados por religiones que creían en demonios o seres maléficos, aunque aún no habían desarrollado -salvo quizás el caso de Ahrimán en el mundo iranio- la concepción del Diablo tal como la entendemos hoy. Los israelitas participaban también de esas creencias que podemos considerar más o menos comunes, pero a ellos corresponde el honor de haber dado forma a lo largo de los siglos a la figura del Diablo, común hoy en el mundo de influencia cristiana.
Por esta razón, tras haber considerado estos antecedentes y trasfondo, debemos ahora concentrar ahora nuestra atención en las nociones más específicas que la literatura judía anterior al cristianismo -la Biblia y los escritos apócrifos o falsos del Antiguo Testamento- albergaba sobre el Espíritu Maligno y los demonios. Estas nociones serán el antecedente inmediato de las ideas cristianas. El Antiguo Testamento distingue nítidamente entre un presunto Espíritu Malo, llamado Satán, y los demonios propiamente tales, por lo que nos es necesario tratarlos de modo separado.
En primer lugar, en todo el Antiguo Testamento apenas si aparece Satán, o Satanás, y la figura de un espíritu maligno, encarnación del mal, está muy desdibujada. Apenas si llegan a una docena los textos en los que encontramos la palabra "satán".
Este vocablo en la Biblia hebrea no es, normalmente, un nombre propio, la denominación de algún espíritu particular, sino un nombre común, que significa el "adversario", o el "enemigo", ya sea en el sentido más trivial del término o con un significado jurídico (quizás se halle en este ámbito el origen del vocablo), o político militar. Como tal nombre común, la designación de "satán" puede aplicarse tanto a los hombres como a los espíritus.
Así ocurre, por ejemplo, en la conocida historia del profeta mago Balaán, contratado por el rey de Moab, Balaq, para maldecir a Israel. Pero, cuando Balaán iba de camino para cumplir este cometido "se encendió la ira de Yahvé y su ángel se interpuso en el camino para estorbarle" (literalmente, haciendo de "satán"): Números 22,22.
Igualmente, David llama "satán" a uno de sus acompañantes, Abisay, quien indicaba al rey que debía liquidar a Semeí, por haberle maldecido. Pero David le replicó: "¿Qué tengo yo contigo... que te conviertes hoy en adversario (‘satán’) mío?": 2 Samuel 19, 22 23.
El oponente en el campo de batalla es también un "satán". Así, en 1 Samuel 29,4, los jefes de los filisteos que van a la guerra contra Israel despiden previamente a David (mercenario suyo hasta el momento) con el siguiente argumento: "Que regrese ese hombre y se vuelva al lugar señalado, que no baje con nosotros a la batalla, no sea que se vuelva nuestro adversario (‘satán’) durante la pelea".
En el prólogo del libro de Job la figura de Satán nada tiene que ver con un ser demoníaco y esencialmente perverso, sino que aparece como el fiscal del tribunal celeste. Es, por tanto, un agente divino, encargado de tareas encomendadas por Dios. Su misión es acusar a los hombres ante el trono celestial cuando hacen alguna cosa mala. Este Satán, fiscal o acusador, también puede tener como tarea al servicio de Dios probar a los hombres mediante el dolor o la desgracia, es decir tantear hasta qué grado llega su virtud o su fidelidad a la divinidad. Más que “tentador” en esta función habría que designarlo como “tanteador”. El texto dice así:
“Un día cuando los Hijos de Dios (los ángeles) venían a presentarse ante Yahvé, compareció también entre ellos Satán. Y Yahvé dijo a Satán: ‘¿De dónde vienes?’ Satán respondió a Yahvé: ‘De recorrer la tierra y pasearme por ella’. Y Yahvé dijo a Satán: ‘¿No te has fijado en mi siervo Job’ ¡No hay nadie como él en la tierra! Es un hombre recto y cabal, que teme a Dios y se aparta del mal’. Respondió Satán a Yahvé: ‘¿Es que Job teme a Dios de balde? ¿No has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a todas las posesiones’... Pero extiende tu mano y toca sus bienes; ¡verás si no te maldice a la cara!’ Respondió Yahvé a Satán: ‘Ahí quedan todos sus bienes en tus manos. Cuida sólo de no poner tu mano sobre él’. Y Satán salió de la presencia de Yahvé" (Job 1,6 12).
Inmediatamente Satán se encarga de que Job vaya perdiendo una a una todas sus posesiones. Pero el desdichado se mantiene fiel a Yahvé: no peca, ni profiere ninguna insensatez contra la divinidad. Pasado un cierto tiempo, en un momento en el que, igualmente, los Hijos de Dios venían a rendir cuentas ante Yahvé, aparece entre ellos Satán. Entonces Dios habló así, dirigiéndose al ángel:
"‘¿De dónde vienes?’ Satán respondió a Yahvé: ‘De recorrer la tierra y pasearme por ella’. Y Yahvé dijo a Satán: ‘¿Te has fijado en mi siervo Job?... Aún perservera en su entereza, y sin razón me has incitado contra él para perderle’. Respondió Satán a Yahvé: ‘¡Piel por piel! ¿Todo lo que el hombre posee lo da por su vida! Extiende tu mano y toca sus huesos y su carne, ¡verás si no te maldice a la cara!’ Y Yahvé dijo a Satán: ‘Ahí lo tienes en tus manos; pero respeta su vida’" (2,1 6).
La lectura de este texto capital nos indica que en el momento de su composición (probablemente en el s. V a. C., desde luego después de la vuelta del destierro en Babilonia) Satán no es el Príncipe del Mal, ni tampoco el origen de éste que se atribuye a Dios , sino un servidor más de la corte celestial. Ciertamente muestra un poco de mala idea, y se encarga de convencer a Dios para que dañe a Job. Yahvé accede un tanto a regañadientes y luego reprocha a Satán el haberle incitado a hacer daño. En este texto, pues, Satán es en todo caso el aspecto relativamente dañino de una divinidad ambivalente, el lado sombrío de ésta, el poder destructivo de Yahvé, que delega en su ángel.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Vemos hoy la influencia del orfismo y del platonismo popularizado en la difusión por el mundo dominado por la lengua griega de la idea de la existencia de démones y demonios.
El orfismo era más bien una suerte de religión de pequeños grupos esotéricos dentro del mundo griego pero llamados a extender su influencia más allá de los conventículos estrictos de adeptos, sobre todo a través de los filósofos itinerantes, o predicadores que mezclaban ideas órfica con los aspectos más místicos de la filosofía de Pitágoras, por lo que en general se los designa como pitagóricos. Para estos personajes Pitágoras, el filósofo y matemático, era casi como una figura divina y su “religión” o misticismo giraba en torno a especulaciones sobre la idea del Uno, el primer número y el primer principio en la constitución del universo.
La tradición religiosa órfica se fundamentaba en un mito en el que los Titanes desempeñaban un papel primordial. Aunque esta leyenda tiene muchas variantes, las líneas generales respecto a lo que ahora nos interesa eran como sigue: durante la lucha de Zeus contra los Titanes, éstos logran apoderarse de uno de los dioses jóvenes, Dioniso (el Baco romano). Lo atraen con los reflejos de un espejo, lo conducen aparte, lo matan desgarrándolo y lo devoran. Palas Atenea logra rescatar el corazón del joven dios y se lo presenta a Zeus.
Zeus siente pena por lo ocurrido, y unido a una joven semidiosa, Semele, engendra a un nuevo Dioniso, a la vez que se torna contra los malvados Titanes, y acaba con ellos lanzándoles terribles rayos. Pero de las cenizas de los Titanes nacen otros seres, que son los humanos. Como los Titanes habían devorado a Dioniso, es decir habían incorporado dentro de sí algunas partes buenas de los dioses olímpicos, sus cenizas comportan también algo bueno. Los seres humanos, engendrados de las cenizas titánicas tienen, por tanto, una parte buena que procede en último término de Dioniso-, el alma, y otra mala (procedente de manera directa de los Titanes), el cuerpo.
Con este mito se introduce en Grecia otro tipo de dualismo también muy acusado. Según esta concepción, el alma, lo espiritual, lo dionisíaco, es bueno; y el cuerpo, lo material, lo titánico, es malo. Con el correr de los siglos este dualismo órfico, típicamente griego, se extenderá por el Mediterráneo por la influencia y el atractivo que irradiaba todo lo helénico- y en muchas almas piadosas se unirá a nociones dualistas que proceden en último término del dualismo iranio.
Pero mientras éste tenía un carácter marcadamente ético (el Bien y el Mal en el hombre se reducirán a elecciones de la voluntad influenciada evidentemente por esos principios), el dualismo griego mostrará un talante marcadamente cosmológico: en el ser humano –quiéralo o no- se produce una oposición entre la materia (mala) y el espíritu (bueno). Estas concepciones tendrán más tarde, heredadas y bien recibidas por el judaísmo y el cristianismo, consecuencias incalculables en estas dos religiones tanto en la concepción del Diablo, el Mal, como en las ideas religiosas en general sobre el mundo, la naturaleza del hombre y las nociones sobre el más allá.
En lo que respecta a la creencia en los demonios, el orfismo contribuyó sobremanera -al expandir este dualismo de alma y cuerpo- a que la gente sencilla sintiera que los espíritus malignos (titánicos) son seres apegados a lo material, que utilizan la materia, que es mala, para hacer daño a los humanos.
La filosofía de Platón, muy espiritualista, heredera de los órficos en las nociones sobre la composición dual del ser humano –alma y cuerpo-aceptó en líneas generales la existencia de los démones, o espíritus en los que creía el pueblo y los incorporó a su sistema cosmológico, con lo que otorga un respaldo "científico" a las creencias populares.
Según el filósofo ateniense, la divinidad es el Bien Supremo y habita más allá del Universo en un mundo sublime y aparte, intelectual - espiritual. El ámbito que existe entre la divinidad y los hombres está poblado de démones o dioses secundarios, que hacían de intermediarios entre la alejadísima y trascendente divinidad y los seres humanos. En la época de nacimiento del cristianismo y en lo que se refiere a su conocimiento y aceptación por las gentes sencillas del pueblo, la filosofía platónica había sido concentrada en máximas elementales, y era expandida por innumerables “filósofos” o charlistas que entretenían a las gentes en plazas y mercados.
Junto con otros principios, también elementales, de la ética estoica, la fía platónica se había popularizado hasta extremos insospechados y había llegado a ser conocida hasta por las capas más bajas de las poblaciones helenizadas: en estos años en torno al surgimiento de Jesús se aceptaban en general estas ideas sobre los démones como semidioses, que habitaban en el cielo más abajo de la luna. De estos démones, unos eran buenos y otros malos. Unos procuraban beneficios y otros, daño.
También se creía que las almas o espíritus de ciertos difuntos se transformaban también en démones. Como tales espíritus estaban en contacto con el mundo de los hombres y de la materia podían haberse degradado y corrompido, y ser fuente para los humanos de toda suerte de desgracias. De hecho, para el pueblo, el demon acabó casi siempre en personificación de lo más cercano a la materia, de lo malo (¡dualismo órfico aceptado por el platonismo!), de lo funesto y fatal, a la vez que se dejaba para las divinidades superiores, alejadas del mundo material, el origen de todo lo bueno en este mundo.
En los casos de peligros y desgracias los griegos creían que los hombres debían aplacar a los démones o contrarrestar los efectos funestos de su influencia o acciones con ritos mágicos o suplicar remedio contra ellos a las divinidades superiores. Con estas concepciones se reforzaba aún más el dualismo que asociaba lo malo con lo inferior, lo material, y lo bueno con lo superior, lo alejado, lo espiritual.
Más tarde, en el judaísmo y en el cristianismo y en lo que respecta al Diablo, este mundo conceptual dualista que se había extendido por doquier habría de ayudar a la formación del concepto de un ser no tangible, más o menos espiritual, pero malvado y dispuesto siempre a luchar en pro de la materia, lo antiespiritual, lo alejado de la divinidad, y contra todo lo verdaderamente espiritual.
Saludos cordiales de Antonio Piñero
Universidad Complutense de Madrid
La religiosidad griega, por su parte, creía en demonios desde tiempos inmemoriales, tanto que es la lengua helénica la inventora de la palabra: demon y daimonion. Desde tiempos del poeta Homero (s. VII a.C.) se designaba con estos vocablos los poderes superiores al hombre o las fuerzas divinas hacia el exterior.
En un principio se percibía muy poco la diferencia: en general todo poder superior entre las divinidades del panteón olímpico y el ser humano era un "demon". Estos démones son en sí mismos neutros; pueden ser buenos o perversos; guiar correctamente al hombre conforme a la razón -el demon que creía tener Sócrates en su interior, y que le indicaba lo que debía hacer- o conducirle a la perdición, acarrearle desgracias o enfermedades. Esta dualidad representa, como ocurre en otras religiones, la ambivalencia con la que los humanos se imaginan a los dioses.
Así Hefesto -Vulcano para los romanos-, por ejemplo, poseía una naturaleza terrorífica: si por un lado era el dios de la industria y del saber metalúrgico, por otro significaba la indomeñable fuerza destructora de los volcanes y el misterioso y aterrorizante poder asociado con antros, cavernas y montañas. Afrodita, la sensual diosa del amor, era en ocasiones la causante de la locura más salvaje, perniciosa y desgraciada.
El origen de otras fuerzas maléficas se halla también en una cosmogonía relativamente parecida a la mesopotámica y quizás influida por ésta. Resumamos brevemente esta historia. En un principio Caos engendra a Urano -el Cielo- y a Gaia/Gea -la Tierra-. Durante tiempos y tiempos ambos yacen en un abrazo perpetuo. Tienen descendencia naturalmente, pero de modo que ésta se siente comprimida y abrumada, sin ámbito vital, continuamente dentro del seno de la madre Tierra, cubierta sexualmente sin descanso por el Cielo.
Gaia decide liberarse y liberar a sus hijos de esa continua opresión: forma una hoz y se la entrega a uno de sus hijos, Crono -el Tiempo-, quien ataca a su padre y lo castra. Gracias a esta acción termina ese continuo abrazo sexual entre Urano y Tierra, y ambos pueden separarse. Con ello comienza la vida del universo. Caos, una vez cumplido su cometido primordial, se retira de la escena a un apartamiento solitario y casi perpetuo. De la sangre de los genitales de Urano nacen doce seres monstruosos, los Titanes, seres divinos pero inferiores, que albergan desde su nacimiento un odio profundo hacia el resto de los dioses.
Crono se une a una de sus hermanas, Rea, y engendra de ella a una serie de hijos: éstos son, como en Mesopotamia, las divinidades jóvenes, los Olímpicos, destinados a suceder a los antiguos dioses primordiales. Pero así como Urano, con su continua actividad sexual, no dejaba escapar a sus hijos del seno de Gaia, Crono, el Tiempo que todo lo consume, va devorando uno a uno a sus propios hijos.
Rea, siente una enorme pena y urde una estratagema para salvar a su predilecto, Zeus, que iba también a ser devorado. En vez del tierno dios, Crono ingiere una roca, engañado por su esposa. Zeus sale entonces de su escondrijo y mata a su padre. Esta acción enfurece a los Titanes, hermanos de Crono, que se aprestan a vengarlo luchando contra Zeus. Pero son vencidos y encadenados por éste en el mundo subterráneo. Desde allí, envidiosos, malhumorados y amargados por su derrota, procuran enviar al cosmos todo el mal que pueden, por lo que pronto se van identificando con el Mal en sí.
Otro monstruo, Tifón, interviene también en la lucha como aliado de los Titanes. Fue creado por Gaia, consorte de Urano, para vengarse de Zeus por la derrota de sus otros hijos, los Titanes. Tifón vive bajo tierra y su cuerpo -de caderas abajo- está formado por dos terribles serpientes, a la vez que de sus hombros nacen multitud de otros reptiles espantosos. Tifón se aparea con Échidna y tiene con ella otros innumerables monstruos maléficos, entre ellos la Hidra y el can Cerbero, guardián de las puertas del Hades, el Infierno.
Así pues, junto con dioses buenos y por una cierta necesidad del Caos primordial surgen divinidades malas, que con el tiempo acabarán convirtiéndose en demonios. Todo ocurre si el universo de dioses y hombres hubiera de estar compuesto por necesidad de una parte buena y otra mala, como si el Bien y el Mal no pudieran existir el uno sin el otro.
La mitología griega contaba con otra serie de dioses malvados, divinidades inferiores, que se encuadran perfectamente dentro de la categoría de demonios perniciosos. Entre ellos destacan:
• Las Ceres, espíritus casi siempre malhumorados, con terribles garras y horrible faz, cuya boca estaba siempre ávida de la sangre de los muertos;
• Lamias, parecida a la Lilitu mesopotámica, que procuraba la muerte nocturna de los más tiernos infantes;
• las Harpías, horrísonas mujeres aladas, demonios de los vientos, que arrebatan a los mortales;
• las tres Gorgonas (la más terrible era Medusa), demonios del mar y de los naufragios;
• la Hidra, enorme serpiente con múltiples brazos;
• las Erinias, espíritus que vengaban a los injustamente asesinados persiguiendo a los criminales.
Aparte de los mitos cosmogónicos y dentro del mundo religioso en amplio sentido de los griegos, hallamos dos líneas de pensamiento que influyeron a lo largo de los siglos anteriores a la era cristiana en el desarrollo de las concepciones sobre los demonios: el orfismo y el platonismo popularizado.
De ellos hablaremos.
Saludos cordiales, Antonio Piñero
El mundo cananeo, sobre el que asentaron los hebreos -como dijimos y que hoy ocuparía grosso modo una buena parte de Palestina, Fenicia y parte de Siria- también creía en demonios, y la prueba está en que los textos descubiertos durante el siglo pasado de Ugarit, en Canaán, que se van traduciendo poco a poco, nos hablan de multitud de prácticas mágicas muy desarrolladas para defenderse de ellos; es decir, había en Canaán un catálogo de exorcismos y conjuros contra los demonios maléficos.
Pero no conocemos bien los diablos del mundo cananeo. Sin embargo, pensamos, que se reflejan de algún modo en los seres maléficos del folclore hebreo antiguo que debió de asumirlos. En efecto, leyendo con cuidado la Biblia y a pesar de que en el culto israelita no existía de modo oficial ninguna prescripción para defenderse de los demonios ni se habían compuesto oraciones para suplicar a Yahvé que protegiera al pueblo ante sus ataques, caemos en la cuenta de que los hebreos creían en la existencia de seres o genios maléficos.
En Levítico 17 se nos dice que los israelitas durante la travesía del desierto ofrecían sacrificios a los seirim ("los peludos"), una suerte de seres peligrosos que vivían entre las arenas o las ruinas.
También creían los primitivos judíos que por la noche circulaba una diablesa peligrosa, llamada Lilit, emparentada sin duda con el demonio babilónico Lilitu, el "Nocturno", dios también de las tormentas.
En Deuteronomio 32,17 prohíbe el legislador que los israelitas den culto a los shedim, vocablo que a falta de mayor precisión se traduce por "demonios" en general. Se piensa hoy que estos shedim serían en principio los ayudantes o el cortejo, es decir el plural del dios Shedu del panteón babilónico, que era una especie de divinidad en forma de toro que unas veces aparece como genio benéfico y otras como maléfico. El nombre de shedu se relaciona con la raíz shud ‘ser fuerte’; pero como en hebreo el verbo shadad significa ‘devastar’, para los judíos los shedim serían “los espíritus ‘devastadores’ por antonomasia”.
También en los desiertos moraban otros genios maléficos, llamados iyyim o tsiyyim (“los sedientos”), que según la imaginación popular debían de tener forma de chacales o gatos salvajes.
Según Génesis 4,7 existía un demonio llamado robets (relacionado con el rabitsu babilonio "el agazapado") que atacaba a los hombres y que en concreto fue el que incitó a Caín a matar a su hermano.
Por Levítico 16,17s sabemos que todo el pueblo creía en la existencia de un demonio poderoso, llamado Azazel, que habitaba en el desierto, y al que eran enviados los pecados del pueblo el gran día de la purificación, pecados introducidos dentro del cuerpo de un macho cabrío gracias a un acto mágico, la imposición de las manos del Sumo Sacerdote.
Así que el mundo primitivo cananeo tenía multitud de demonios, pro todavía no se veía una estructura organizada, ni un “jefe” que ejerciera el control sobre todos ellos.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Universidad Complutense de Madrid
El Islam, una de las grandes religiones monoteístas del mundo, en constante proceso de expansión, con presencia en todos los continentes...
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